Hoy es día de reflexión, comprensión, intercambio de amor (los regalos materiales pintan poco en estas fechas), de respecto, de empatía por los que sufren y que han perdido todo.
Pasamos por momentos de gran transformación social, cultural, material y espiritual en nuestra pequeño planeta azul. ¿estamos atentos a ellos? Reflexionamos una vez más en esta fecha que celebramos el nacimiento del amor y de la fraternidad. Oramos por todos aquellos que queremos, no queremos ni conocemos todavía. Todos somos hermanos del mismo Padre.
Aprovechando esos momentos de reflexión, os dejamos el prefacio de Emmanuel, del libro Libertación. Nuestra verdadera morada no es la materia, sea nuestro cuerpo, sea nuestra casa, nuestra ciudad. Son estados transitorios en el mundo para que podamos aprender, probar, experimentar, ... con poco libertad para que aprendamos a respetar los limites de la creación antes de volver a la realidad espiritual.
Este sábado tenemos nuestra última clase de ESDE del año y hablaremos de las esferas espirituales de la Tierra y los mundos transitorios. También informaros que este sábado NO hay clases para los peques.
¡Feliz Navidad!
La
leyenda del Pececito Rojo
En medio de un hermoso jardín había un gran estanque adornado con
azulejos de color azul turquesa. Alimentado por un diminuto canal de piedra,
sus aguas se escurrían al otro lado a través de una rejilla muy estrecha. En
ese reducto acogedor vivía una comunidad de peces, que relucientes y
satisfechos, se complacían estar en escondrijos frescos y oscuros.
Eligieron como rey a uno de los ciudadanos con aletas, y allí
vivían, totalmente despreocupados, entre la gula y la pereza. Pero con ellos
vivía un pececito rojo al que todos menospreciaban. No lograba pescar la más
mínima larva ni refugiarse en los nichos barrosos.
Los otros, voraces y gordinflones, arrebataban las formas larvales
y, displicentemente, ocupaban todos los lugares destinados al descanso. El
pececito rojo, que nadara y sufriera. Por eso es que se lo veía constantemente
de un lado para otro, perseguido por la canícula o atormentado por el hambre.
Al no encontrar un lugar donde estar dentro de la vastísima
morada, el pobrecito no tenía mucho tiempo para distraer, y comenzó a estudiar
con gran interés. Hizo el inventario de todos los cerámicos que adornaban los
bordes del estanque, registró todos los agujeros que había, y sabía con
precisión dónde se acumularía la mayor cantidad de barro después de los
aguaceros.
Transcurrido bastante tiempo, a costa de mucho escudriñar,
encontró la rejilla del desagüe. Ante la imprevista oportunidad de una aventura
beneficiosa, se dijo a sí mismo: – “¿No sería mejor sondear la vida y conocer
otros rumbos?” Y optó por el cambio.
A pesar de estar muy magro por la falta total de bienestar
material, al intentar atravesar el estrecho pasaje perdió algunas escamas con
mucho sufrimiento. Pero no se desanimó y, pronunciando votos renovadores,
avanzó, optimista, por el pequeño hilo de agua, encantado con los nuevos
paisajes, con las abundantes flores, y, con el sol brillando ante él,
prosiguió, embriagado de esperanza... Poco después, llegó a un gran río, y allí
obtuvo innumerables conocimientos. Encontró peces de muchas familias diferentes
que simpatizaron con él, lo instruyeron sobre las dificultades de la marcha, y
le brindaron un camino más fácil.
Extasiado, contempló en las márgenes a hombres y animales,
embarcaciones y puentes, palacios y vehículos, chozas y arboledas. Habituado a
subsistir con poco, vivía con gran sencillez, sin perder su ligereza y agilidad
naturales. De ese modo, logró llegar al océano, ebrio de novedades y sediento
de saber.
Cierta vez, fascinado por la pasión de observar, se aproximó a una
ballena para la cual toda el agua del estanque donde había vivido no era más
que una diminuta ración. Impresionado por lo que veía, se acercó a ella más de
lo debido, y fue tragado junto con otros elementos que constituirían su primera
comida diaria. Al verse en apuros en el interior del monstruo, el pececito oró
al Dios de los Peces rogándole protección y, a pesar de la oscuridad en que
pedía socorro, su plegaria fue escuchada porque el gigantesco cetáceo comenzó a
inquietarse y vomitó, restituyéndolo a las corrientes marinas.
El pequeño viajero, agradecido y feliz, buscó compañías afines y
aprendió a evitar los peligros y las tentaciones. Plenamente transformado por
la nueva manera de concebir el mundo, comenzó a percibir las infinitas riquezas
de la vida. Encontró plantas luminosas, animales extraños, estrellas móviles y
flores diferentes en el seno de las aguas. Sobre todo, descubrió la existencia
de muchos pececitos estudiosos y magros como él con los cuales se sentía
maravillosamente feliz.
Vivía contento y apaciblemente en el Palacio de Coral que había
elegido como dichoso lugar de residencia junto con otros centenares de amigos,
cuando, al referirse a sus comienzos tan penosos, supo que solamente en el mar
las criaturas acuáticas podían tener la más sólida garantía de vida, ya que,
cuando el estío fuese más intenso, las aguas situadas en lugares más altos,
seguirían fluyendo hacia el océano.
El pececito pensó, pensó... sintió una inmensa compasión por
aquellos con los que había convivido en la infancia, y decidió consagrarse a la
obra de hacerlos progresar y de salvarlos. ¿No era justo regresar y anunciarles
la verdad? ¿No sería noble ampararlos brindándoles a tiempo valiosas
informaciones? No dudó más. Fortalecido por la generosidad de hermanos benefactores
que vivían con él en el Palacio de Coral, emprendió el largo viaje de regreso.
Volvió al río, del río se dirigió a los arroyos, y de los arroyos
se encaminó hacia los pequeños canales que lo conducían al primitivo hogar.
Esbelto y satisfecho como siempre por la vida de estudio y servicio a la que se
había consagrado, transpuso la rejilla y buscó ansiosamente a sus viejos
compañeros. Estimulado por la proeza de amor que efectuaba, supuso que su
regreso causaría sorpresa y entusiasmo. Seguramente, toda la comunidad lo
celebraría, pero pronto comprobó que nadie se movía.
Todos los peces estaban pesados y ociosos, con sus estómagos bien
repletos, en los mismos reductos lodosos protegidos por flores de loto, de
donde salían solamente para disputarse las larvas, las moscas o despreciables
lombrices. Exclamó que había regresado a casa, pero no logró que le prestaran
atención, porque nadie había notado su ausencia.
Humillado, buscó entonces al rey de enorme gola, y le comunicó su
reveladora aventura. El soberano, algo entorpecido por su manía de grandeza,
reunió al pueblo y permitió que el mensajero se expresara. El despreciado
benefactor aprovechó la oportunidad, y esclareció con énfasis que había otro
mundo líquido glorioso y sin fin. Ese estanque era una insignificancia que
podía desaparecer de un momento a otro. Más allá del desagüe cercano se
desplegaba otra vida y otra experiencia.
Allá afuera corrían arroyos adornados de flores, ríos caudalosos
colmados de seres diferentes, y después, estaba el mar, donde la vida era cada
vez más rica y más sorprendente. Describió el servicio de los salmones y de las
truchas, y los escualos. Les informó sobre el pez – luna, el pez – conejo y el
gallo del mar. Les contó que había visto el cielo repleto de astros sublimes y
que había descubierto árboles gigantescos, inmensos barcos, ciudades a orillas
del mar, temibles monstruos, jardines bajo las aguas, estrellas del océano, y
se ofreció para conducirlos al Palacio de Coral donde todos vivirían
prósperamente y tranquilos.
Para finalizar, les informó que esa gran felicidad tendría también
su precio. Todos debían adelgazar convenientemente absteniéndose de devorar
tantas larvas y tantos vermes en los oscuros escondrijos, y que debían aprender
a trabajar y a estudiar cuanto fuera necesario para la venturosa jornada.
Cuando terminó, estridentes carcajadas coronaron su alocución.
Nadie creyó en lo que decía. Algunos oradores tomaron la palabra y afirmaron,
solemnemente, que el pececito rojo deliraba, que la existencia de otra vida más
allá de ese estanque era francamente imposible, que aquella historia de
arroyos, ríos y océanos era mera fantasía de su cerebro demente, y algunos
hasta llegaron a declarar que hablaban en nombre del Dios de los Peces, que
solamente los protegía a ellos.
Para burlarse aún más del pececito, el soberano de la comunidad se
dirigió con él hasta el desagüe y, simulando atravesarlo, de lejos, exclamó
produciendo muchas burbujas: – “¿No ves que no cabe aquí ni una sola de mis
aletas? ¡Gran tonto! ¡Vete de aquí! No perturbes nuestro bienestar... Nuestro
estanque es el centro del Universo... ¡Nadie tiene una vida igual a la
nuestra!”
Expulsado a golpes de sarcasmos, el pececito realizó el viaje de
regreso y se instaló definitivamente en el Palacio de Coral, esperando que
pasara el tiempo.
Después de algunos años, se produjo una
pavorosa y devastadora sequía. Las aguas descendieron de nivel, y el estanque
donde vivían los peces pachorrientos y vanidosos se secó, y toda la comunidad
pereció irremediablemente, atascada en el lodo...
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